Los Horizontes de la Tranquilidad

Desde que pisó por primera vez la tierra, la gente ha soñado siempre con conseguir la tranquilidad de espíritu, buscándola y esforzándose de muchas maneras para obtenerla. A veces se la ha relacionado con trabajar duro y obtener riquezas; en otras ocasiones se ha creído que la conseguiría viviendo a su aire y a su capricho sin límite alguno; también se ha creído que era posible conseguir la tranquilidad espiritual poseyendo medios tecnológicos avanzados y mediante la comodidad física; y a veces se la ha relacionado con el comer y el beber y con la satisfacción de los apetitos carnales. Las personas han dedicado sus vidas a conseguir y poseer todos estos medios. En este camino nebuloso y polvoriento han vivido llenas de esperanza, han experimentado desengaños y se han retorcido presas de la desesperación, pero nunca han logrado aquello que tanto ansiaban; a través de estos caminos es imposible conseguirlo porque la tranquilidad de espíritu que tanto buscan es fruto de la virtud dentro de la fe y solo se consigue cuando ésta es perfecta. Y esto ha sido siempre la esencia del mensaje de los profetas.

La esencia de esta llamada a la paz y a la tranquilidad de espíritu puede descubrirse cuando las personas se vuelven hacia Dios y se someten a Él con todo su ser; para el individuo que tiene fe y ha logrado este nivel de sumisión es imposible ser el sempiterno esclavo de sus apetitos corporales, ni tampoco es posible que tema cosa alguna excepto a Dios o que experimente cualquier tipo de ansiedad. Esta gente que ha encontrado al Único que tanto buscaba y al Amado hacia el que dirigía su amor, se encuentra ahora en paz porque está al abrigo de la Eterna Omnipotencia, ante cuya majestad se siente sobrecogimiento y respeto. Están en paz porque saben que la Omnipotencia y la Gracia eternas nunca abandonan a los que han vuelto sus rostros hacia Él, sean quienes fueren, y Él nunca deja que se revuelquen en la miseria.

Esta es la razón de que la gente de fe esté siempre en paz y se sienta a salvo. Sabe que, si sigue caminando, asociándolo todo a Él, llegará a la meta deseada. Estará a salvo a lo largo de todo el camino y, desde la distancia, experimentará la «noche de bodas» que significa estar en la proximidad más cercana; caminará hacia el propósito de la existencia bajo la guía del Corán, con la confianza que promete la fe de su corazón, con las brisas de la sumisión flotando a través de sus emociones y de su conciencia, y bajo la supervisión del Divino Maestro. Con todo esto puede superar los pozos infernales de las ataduras corporales y los insaciables apetitos de sus caprichos y deseos. Lo cierto es que todos los que entran en la atmósfera del Corán y se refugian en Su guía, sienten constantemente en sus corazones una profunda satisfacción y una confianza inquebrantable en la que respiran seguridad. Y conforme escuchan a su conciencia observan los objetos, cuando contemplan las mañanas cercanas y el futuro más lejano (es decir, el futuro que se expande hasta la eternidad), cuando tienen en consideración el Barzah (el lugar donde las almas esperan la llegada del Día del Juicio), el Mahshar (el lugar donde se reunirán los vivos y los muertos el Día del Juicio), el Sirat (el estrecho puente que lleva al Cielo), el Infierno o el Cielo, llevan consigo una conciencia extraordinaria del deber acompañada de un sentido de responsabilidad, y están henchidos de un hondo sentimiento de esperanza. Esta esperanza es directamente proporcional a la profundidad de la fe que albergan sus pechos. Observan los objetos a través de una ventana de bondad tan concreta, −que les ha sido otorgada como corresponde a la amplitud de su fe− que si se les retirase por completo la cortina de la existencia física, descubrirían que las cosas que ven y las experiencias que están más allá de esa ventana son similares a lo que sienten y experimentan aquí. A causa de la naturaleza del cautiverio terrenal, más allá de esta ventana llegarán a tener ante sí y con el detalle más preciso lo que han sentido brevemente en la Tierra; y entonces sonreirán por su buena fortuna.

La verdad es que la fe es la llave mágica de la felicidad en este mundo y en la Otra Vida, y promete un final virtuoso a aquellos que pasan sus vidas bajo su bandera. La fe promete un tiempo luminoso en el Barzah, dando las buenas noticias de una resurrección cálida y apacible, susurrando una octava de la Escala Divina que es agradable para nuestras almas, haciendo que nuestros corazones sientan la aventura que se acerca en el Puente Sirat con sus profundidades de esperanza y equilibrio. El cielo abre sus puertas con agrado y comprensión, con sorpresas que exceden todas las expectativas y nos entrega bendiciones del Árbol del Paraíso, ¡bendiciones que nos hacen olvidar los momentos más angustiosos y dolorosos de esta vida!

Cuando la gente de fe se vuelve hacia Dios, con todo su ser, desaparece todo lo demás ante sus ojos. Todos los falsos poderes y los deseos se desinflan como globos reventados. Todas las luces físicas que en ocasiones han deslumbrado sus ojos con su falso resplandor quedan atenuadas ante Su luz divina que brilla en nuestros corazones; y lo que oímos a nuestro alrededor como si fuera un eco es: «Hoy toda la riqueza y todas las posesiones pertenecen a Dios, el Vencedor Absoluto». El corazón que ha alcanzado este nivel está a salvo de las promesas engañosas de los poderes seductores, de las fuerzas, las gentilezas y los encantos; ese corazón solo se vuelve hacia Dios y espera una ayuda que solo viene de Él. Cuando esa gente está sufriendo penalidades o dificultades, confían y se apoyan en Él. Buscan protección contra todas las amenazas y se refugian en el santuario de Su gracia, Su benevolencia y Su ayuda.

Cuando esta gente se siente flaquear, se pone bajo el consejo de Su poder trascendente. Cuando se ven mancillados por el error, corren a Su estanque del perdón para purificarse, dispersando la niebla y el humo que han empañado momentáneamente el horizonte y ponen su fe en Él y se someten a Él. Y de esta manera caminan hacia el futuro sin doblegarse ante ninguno de los fenómenos que pueden aparecer en su camino. Resuelven todos sus problemas personales, familiares y sociales conectándose con Él y nunca tienen miedo ni sienten en sus almas una soledad que no pueda ser superada. En ocasiones, puede que experimenten en público una soledad transitoria, pero gracias a su fe y su sumisión siempre sienten la brisa de la «compañía divina». Pase lo que pase, lo toman como una advertencia del destino y dan la bienvenida a esas transacciones con aceptación y con paciencia.

Su fe en Dios y las características de esta fe permiten la posibilidad de familiarizarse con todo, razón de que vean la existencia –animada o inanimada− como una familia. Establecen contacto con el resto de la creación, tienen una parte activa en la vida de las cosas y sienten en su conciencia la enorme responsabilidad del título de representante que les ha sido conferido. Perciben que todas las cosas han sido creadas para su propio beneficio y se inclinan como muestra de gratitud al tiempo que se dan cuenta de que tienen una percepción similar a la de los ángeles y las almas del universo. Descubren que el suelo que pisan, tanto las umbrías como los brezales, son tan cálidos como residencias ancestrales y se sienten tan a gusto como si estuviesen en el regazo de sus madres. Evalúan la existencia de una manera que no se parece en absoluto a las descripciones naturalistas y materialistas, sino a aquella otra que hacen las personas con el ojo de la fe, asociándolo todo con Dios y recibiendo como respuesta el reconocimiento de lo que les rodea. De todas las cosas con las que entran en contacto reciben mensajes de esperanza y responden con una actitud que expresa esa misma confianza. No temen a nadie ni hacen que se les tema; abrazan a todos como si fueran sus hermanos. Derraman sonrisas sobre todas las cosas; beben agua, inhalan aire y aceptan todo tipo de regalos como si fueran bendiciones de Dios. Inspiran el aroma de la Tierra y lo que ella produce como si fueran los perfumes más dulces. Saludan con el lenguaje de su corazón a huertos y jardines, a montañas y valles, a la hierba y a los árboles, a las rosas y a las flores como si estas cosas también tuviesen sensibilidad. Acarician a las criaturas con las que se encuentran como si fueran amigos encargados de hacerles compañía en esta residencia de invitados. Cada una de sus acciones demuestra que han sido enviados a la Tierra como una prueba de reconciliación y de concordia.

Y así es la gente de fe que, gracias a esta enorme creencia y gracias a que ven a todos y a todo bajo este enfoque, siente que está en una atmósfera expansiva de paz que llegaría al extremo de provocar celos en los demás si tan sólo supieran. Esta gente está llena de alegría con los deleites inefables de una vida con fe. La verdad es que no hay peleas, no hay disputas; emplean su energía en hacer que los demás sientan lo que ellos sienten y disfrutan, en compartir con todo el mundo estos sentimientos tan sinceros; en intentar conducir a todo el mundo hacia esta canción de amor mediante el desvelamiento de los horizontes ajenos hasta donde son capaces. Por esos esfuerzos para que otra gente experimente estas alegrías, siempre van algo retrasados en la vida ordinaria. En todos sus actos confían en Dios de forma perenne; se cuidan mucho de no posicionarse deliberadamente en contra de otras personas. Por un lado, alimentan su propio y relativo poder con la omnipotencia de Dios; por el otro tratan de conseguir el apoyo de otras personas de fe que son como ellos. Transforman aquellos poderes que pueden estar en su contra en una nueva dimensión de sus capacidades y así caminan hacia su meta como si fuesen volando. La meta de su camino es alcanzar la paz mediante la fe, hacer que otras personas crean y lograr la complacencia de Dios.

Si se habla con propiedad, una sociedad en la que los individuos han alcanzado tal nivel de satisfacción, donde se aman y respetan mutuamente y donde están conectados por el vínculo del corazón, es una sociedad candidata perfecta para la paz. Lo es porque los factores que pueden causar el malestar y la creación de facciones entre sus miembros han desaparecido por completo. Entre esta gente no hay consideraciones ni privilegios basados en la nobleza, el linaje, la región de procedencia o el estatus. Esta gente que ve a todos los demás y a todas las cosas como surgiendo de una misma raíz, es una hermandad en el sentido más amplio de la palabra. El Corán enfatiza esta profunda verdad cuando dice: «Los creyentes no son sino hermanos…» (Sura al-Huyurat, 49: 10). Y no se trata de un mero parentesco físico; según las palabras del Profeta, están estrechamente ligados unos a otros por medio del amor, el afecto y la sinceridad, como los órganos de un mismo cuerpo, sienten en sus corazones el dolor que sienten los demás, sufren sus agonías y experimentan sus mismas alegrías.

Lo cierto es que son como los ojos y los oídos de los demás, la lengua y los labios, las manos y los pies. En una sociedad así, cada individuo se dedica a facilitar la vida del otro, a hacer todo lo posible por la felicidad de los demás. En consecuencia, entre esta gente no existe el abandono ni el sumirse en la desesperación. Cuando uno sufre un daño, todos los demás sienten el dolor en sus corazones. Y todos toman parte en la celebración de la felicidad que ha alcanzado al otro. En esta sociedad, a los padres se les respeta como si fueran santos y a los niños se les cría con esmero como si fuesen flores. Los esposos, aunque hayan llegado a peinar canas juntos, se tratan con la misma alegría del primer día y vislumbran la unión eterna en la Otra Vida. Intentan vivir sus vidas según el camino de la mente y el corazón, más allá de los límites de las relaciones emocionales. Son fieles el uno al otro hasta tal punto que la sombra de un extraño jamás se refleja en sus ojos. Esta armonía en la familia también se aplica a la nación, a la que se considera como una familia mayor; en una nación que se compone de este tipo de familias, todos se amarán y se respetarán, se tratarán con cariño, se desearán lo mejor y tratarán de eliminar el mal de la mejor manera que puedan. Nadie piensa mal de los demás ni tampoco se sospecha del otro. No se espían entre sí. Una parte de la sociedad no se dedica a la destrucción de la otra. Nadie, nadie en absoluto, comete actos como la connivencia, la mendicidad, el engaño y la calumnia; estos son los hábitos de la gente más baja. En esta sociedad de paz, cada individuo ha declarado la guerra a todo lo negativo; es como si hubiesen jurado proteger los valores humanos. El resultado es que esta sociedad se transforma en una sociedad de conciencia y de paz.

* Este artículo apareció por primera vez en Işığın Göründüğü Ufuk [«El horizonte donde apareció la luz»], Nil, Estambul, 2000, págs. 21-28.