Hal y Maqam (Estado y Estación)

Hal y Maqam (Estado y Estación)

Hal (estado) significa que se experimentan en el mundo interior los «alientos» que soplan desde los reinos que están más allá de este mundo; es también sentir la diferencia entre la «noche» y el «día», entre la «tarde» y la «mañana» que acontecen al corazón. Quienes comprenden que estas cosas son como oleadas que, alternando la alegría y la pena, la contracción y la expansión, invaden el corazón sin que el creyente haga apenas esfuerzos, llaman «estación» a la repetición estable de estas oleadas, y a su desaparición «sensualidad».

No sería impropio describir el «estado» como un regalo Divino o como la brisa de la cercanía a Dios que se siente en el corazón, y la «estación» como una experiencia estable y continua de esta brisa y la adquisición de una segunda naturaleza. Al igual que la vida, la luz y la misericordia, el estado es un regalo directo del Todopoderoso que conduce a la certeza de la Unidad Divina. Estimula búsquedas alternativas y provoca intensidad metafísica. Por el contrario, la estación depende del esfuerzo consciente, pues se contempla la Verdad a partir de la capacidad de la persona. Por lo tanto, la percepción que tiene el creyente de eventos espirituales que ocurren en su corazón y la apertura en su corazón de un nuevo camino hacia Aquel que el corazón conoce en cada instante resultarán en una apreciación de la Fuente de estos eventos superior a la que se obtendría si considerase que la estación sólo está basada en la capacidad o el carácter de la persona, actitud esta última que bien podría desembocar en ostentación y engreimiento.

Estos hechos que acabamos de mencionar hicieron decir al más veraz y confirmado, la paz y las bendiciones sean con él: «Ciertamente, Dios no considera vuestras peculiaridades corporales, sino vuestros corazones».[1] Estas palabras dirigen la atención hacia lo que es importante para la Verdad Absoluta, y muestran cómo llegar al objetivo principal. La misma tradición, transmitida por una fuente menos fidedigna, dice: «Dios tiene en cuenta vuestros corazones y vuestras acciones»[2], en referencia a una estación que se alcanza tras varios ciclos de estados.

Los estados son manifestaciones Divinas que ocurren en momentos determinados por la Voluntad Absoluta. Estas manifestaciones se reflejan en el corazón y se reciben en la percepción y en la conciencia del creyente que los persigue y los funde en un molde. Por esta razón, mientras la estación implica estabilidad y apaciguamiento tras oleadas de estados, el estado se parece más bien a un grupo de olas de diferentes tamaños y colores que proceden del sol, y que aparecen y desaparecen dependiendo de la Voluntad que todo lo domina.

Las almas perceptivas y aquellos que tienen la conciencia despierta o alerta al conocimiento de Dios, pueden discernir las oleadas de estados sobre sus corazones —lo mismo que ven los reflejos del sol en el agua— y responden a las mismas conforme al nivel de su forma de percepción. Los que no han corregido el desequilibrio de sus corazones y viven desconectados del Todopoderoso, pueden pensar que estas oleadas de estados son ilusiones y fantasías; pero los que contemplan la existencia con la luz de la Verdad Absoluta las ven como realidades manifiestas, como experiencias reales.

El héroe más grande del estado, la paz y las bendiciones sean con él, para quien cada regalo espiritual que recibía era siempre menor comparado con el siguiente, —que Dios ilumine nuestros corazones con las luces de esos regalos que él consideraba inferiores— declaró: «Yo pido perdón a Dios setenta veces al día».[3] Este alma perfectamente pura que sentía la necesidad de una montura y una luz eternas en el viaje inacabable hacia el Ser Infinito, no tenía más remedio que hacer lo que decía.

¡Dios mío!
¡Tú que haces pasar a la gente de estado en estado!
¡Transforma el nuestro en el mejor de los estados!
Y concede paz y bendiciones, Señor mío,
A nuestro maestro Muhammad, el elegido.

[1] Muslim, «Birr», 32, 33.
[2] Muslim, «Birr», 34; Ibn Maya, As-Sunan, «Zuhd», 9.
[3] At-Tirmizi, «Tafsiru Sura 47», Ibn Maya, «Adab», 57.