Un Mes Resplandeciente en Un Mundo Oscurecido
El mundo está sufriendo una serie de crisis, cada una dentro de la otra. La humanidad está intranquila y sufre pesadillas. No obstante, Ramadán está de nuevo de camino y aparece en el horizonte como la luna llena silenciosa. Su luz ha comenzado a dispersar la oscuridad y, aunque sólo sea pasajero, sentimos alivio en nuestras almas.
No importa hasta qué punto la gente esté corrompida en sus sentimientos y pensamientos; cada nuevo Ramadán les ofrece un ramillete de su sagrada y encantadora luz con la que purificar sus corazones de la suciedad y la corrosión, para iluminarlos hasta el máximo de sus posibilidades y teñirlos con su propio color. Elimina todo lo que nubla nuestros horizontes y fluye en nuestros corazones con su sabor y alborozo celestial. Su luz se derrama sobre nosotros como fuegos de artificio procedentes del cielo. Mitiga nuestro desasosiego y suaviza nuestros pensamientos ásperos y agresivos. En casi todas las ocasiones, Ramadán viene como una tranquilidad que desciende del cielo, llega a nosotros con su color celestial, su encanto y su lenguaje propio, haciendo que su magia se sienta en nuestras almas. Cada vez que actuamos de anfitriones del Ramadán, vemos que este mes bendecido es tan encantador que permanece tan fresco y tan tierno como la primera vez. Su partida nos deja llenos de nostalgia… y esperamos durante todo el año el día de su regreso. Con el ayuno, con las comidas del iftar y el sahur y con las oraciones tarawih[1] se tiene siempre la sensación de familiaridad. En este contexto, su llegada no causa extrañeza ni su partida sorpresa, y tiene una dimensión celestial que sólo puede ser percibida por nuestra consciencia. Es precisamente este aspecto lo que hace que el Ramadán pueda destilar nuestros egos, purificar nuestros corazones, agudizar nuestras emociones y hablarnos de cosas nuevas en un lenguaje lleno de frescor. Esto hace que el Ramadán nunca se marchite, nunca pierda color o pierda su lustre, ni canse a sus anfitriones. Más bien al contrario, siempre llega como la primavera y cuando se va nos deja con la sensación de la llegada del otoño.
Casi todos los años, a medida en que se derrama sobre nuestras cabezas un misterio y un embrujo procedente de los cielos, el Ramadán se hace sentir con una profundidad nueva, con una nueva dimensión. Todas y cada una de las veces descubrimos que el Ramadán es diferente y más encantador. Albergamos en el corazón un amor apasionado por este mes.
Ramadán juega con los meses y los días, salta por encima de las estaciones y llega siempre de manera diferente. Abraza nuestros corazones con las condiciones meteorológicas, los matices y los patrones propios de las estaciones. Hay ocasiones en las que el Ramadán derrama su calor celestial en el seno del frío invierno. A veces se une al calor del verano y nos hacer recordar que debemos usar la voluntad, juega con nuestra determinación y dirige nuestras percepciones hacia el horizonte de la vida espiritual. Hay veces en las que el Ramadán se posa como el rocío sobre las flores de la primavera y nos recita poemas de renovación. Y en otras ocasiones, atraviesa la tristeza del otoño con su alegría celestial; nos lleva desde la estrechez de lo mundano al clima espacioso y relajante del Otro Mundo.
Igual que ocurre con la salida y la puesta del sol y de la luna, determinamos la llegada del Ramadán con cálculos astronómicos. Y sin embargo, en cada nueva visita, Ramadán nos regala toda una variedad de sorpresas y cambia nuestras vidas por completo. Reprograma las horas a las que comemos, bebemos, nos acostamos y nos levantamos. Nos transforma en seres espirituales conforme a nuestra capacidad. Y con cada una de sus facetas, habla a nuestros corazones de la devoción procedente del más allá de los cielos.
Cuando llega Ramadán puede decirse que los cielos descienden sobre la tierra. Las luces de las calles, los focos que rodean a los minaretes y los mensajes de Ramadán colgados entre ellos, los fuegos artificiales que centellean por doquier nos hacen recordar las estrellas y los meteoritos del cielo. El profundo estado espiritual de los creyentes en la mezquita, cada vez más puro y refinado, hasta alcanzar la inocencia de los ángeles, su estado de vigilia, la forma en la que inician y finalizan el ayuno, nos inspira la sensación de que estamos acompañados de seres espirituales. Y hasta tal punto es esto cierto, que los creyentes abiertos al horizonte del corazón y la espiritualidad experimentan un nuevo banquete en la comida anterior al alba, rebosan con nuevo alborozo en la comida que rompe el ayuno, asisten a las oraciones tarawih con un nuevo deleite espiritual y se sienten, con frecuencia, como si estuviesen en un mundo de ensueño. Este mes bendecido está siempre envuelto del perdón divino, esto es lo que promete a los que viven en su atmósfera, y tiene influencias diferentes en las personas según el grado de su creencia religiosa. Con su encanto peculiar, el Ramadán modifica los límites del corazón de un creyente, hace que se refleje su propio matiz en su naturaleza y, de forma manifiesta u oculta, hace que todos los que creen con todo su corazón sean conscientes de los reinos del más allá, al tiempo que prepara el camino para que las personas superen su materialidad y se transformen en seres casi por completo diferentes.
Con la llegada del Ramadán se oyen susurros de otro mundo, emanados de las emociones humanas. El sentido de los reinos del más allá se propaga por todas partes, como si fuera el perfume más maravilloso. A lo largo de todo un mes, este tiempo bendecido nos obsequia sus poemas más profundos y silenciosos. Sus componentes básicos, que van de la mano, son la fe y la adoración, los cuales nos presentan horizontes mágicos que transcienden el marco de las ciencias. Nunca nos cansamos de contemplarlos.
Al igual que el sol alcanza prácticamente a todo lo que hay en la tierra y sus rayos se reflejan en objetos con frecuencias diferentes, en el mes de Ramadán se presentan los mundos más allá de los cielos en sus diversas interacciones con la tierra y sus habitantes y, más concretamente, en los corazones de los creyentes. De los reinos espirituales puros emanan un espíritu, un significado, un embrujo que eclipsa la luz del sol. Manifiesta sus propias profundidades en esos corazones que están abiertos a lo divino y les inspira una fe profunda. De esta manera, este mundo y el Otro casi se juntan, van uno junto al otro. La adoración fluye de este mundo al Otro, mientras la benevolencia y las bendiciones fluyen desde el Otro Mundo a este. Este estado provoca en nosotros sueños y sentimientos profundos, haciéndonos dar cuenta de que no hay nada en la tierra tan bello o fascinante. Hay veces en las que, cuando los sonidos en las mezquitas se mezclan con las luces y se derraman sobre nuestras cabezas, la gente experimenta tal estado, que no quiere dejar esa atmósfera mágica. Y aunque salgamos, nuestros corazones permanecen sintonizados con lo que ocurre en su interior.
En Ramadán sentimos cada día la alegría de una celebración. Somos conscientes de su calidez en nuestros trayectos entre el trabajo, la casa y la mezquita. Lo sentimos cuando nos sumergimos en los sueños que nos abren al Otro Mundo. En ocasiones corremos hacia la mezquita, tratando de eliminar la distancia que nos separa de nuestro Señor. Con la oración fortalecemos nuestros deseos de bien e intentamos limpiar la suciedad espiritual con el arrepentimiento y refugiándonos en Dios. Día y noche evaluamos nuestro estado, ante la Presencia Divina, como una posibilidad más de purificación, y cambiamos el color de la vida. De esta manera, nuestra vida deja de ser un acertijo sin resolver; se convierte en una belleza de la que nunca tendremos suficiente. Se inhala, se siente y se convierte en un placer que se derrama sobre nosotros.
La llamada a la oración que resuena por todo el vecindario, el sonido de la glorificación a Dios que procede de las mezquitas, el fascinante aura espiritual que allí se encuentra, el lenguaje especial de las oraciones tarawih, a las que asisten hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, todos los musulmanes… Todo esto eleva el Ramadán a un nivel tan extraordinario que, quienes lo sienten y lo cumplen con rigor, degustan por entero los diversos pensamientos como si estuviesen, codo con codo, con los que moran en los cielos: están extasiados. A veces en Ramadán –y debe tenerse en cuenta que la facultad de percibir depende de la profundidad espiritual del individuo– uno se ve envuelto por una presencia del Otro Mundo tan profunda que, cuando se escucha la voz que resuena en el minarete, parece que es Bilal, el almuédano del Profeta, quien llama a la oración. Al imam se le considera una persona privilegiada, que tiene el título de vicerregente del Mensajero de Dios, y los que lo rodean son percibidos como los benditos Compañeros que tuvieron el honor de ver al Profeta. Las personas que se sienten de esta manera son presas de una gran excitación, no pueden contener las lágrimas y se sienten como si estuviesen a un paso de las puertas del Paraíso.
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