Amar a Dios
En estos días sombríos y poco favorables, cuando nuestros corazones están abrumados por la enemistad, cuando nuestros espíritus están enfermos, cuando el odio y el antagonismo están fuera de control, es de sobra evidente que necesitamos el amor y la misericordia como necesitamos el agua o el aire. Parece que hemos olvidado el amor; más aún, la palabra «compasión» se utiliza en muy pocas ocasiones. No tenemos misericordia con los demás, no amamos a la gente. El sentimiento de la compasión ha disminuido, nuestros corazones son inflexibles y nuestro horizonte es negro como el pez por culpa de la hostilidad; y esta es la razón de que lo veamos todo y a todos como algo sombrío. A lo largo y ancho del mundo hay muchos tiranos que detestan la tolerancia. El número de los que maldicen el diálogo no es pequeño. Lo que hace la mayoría de nosotros es buscar excusas para luchar y ennegrecer el nombre de los demás con mentiras; además de expresar con garras y colmillos palabras que apestan a sangre.
Existe una terrible desunión entre los individuos, lo mismo que entre los pueblos. Empezamos las frases con las palabras «nosotros», «vosotros» y «otros». Nuestro odio jamás se desintegra o se dispersa. Ponemos fin a nuestras disputas nauseabundas dejando claro que continuaremos con las mismas, albergando todavía esos sentimientos que surgirán de nuevo en tensiones futuras. Nos mantenemos distantes unos de otros y esa distancia o desunión se refleja en todas nuestras acciones. Lo mismo que ocurre con un collar de cuentas que se rompe: esparcidos por doquier. Y nos hacemos más daño que el que nos hacen aquellos que ni siquiera son creyentes.
La verdad es que hemos dado la espalda a Dios y, entonces, Él nos ha dispersado. Al no creer en Él ni amarlo de la manera que se nos exige, Dios ha arrancado el sentimiento del amor de nuestros corazones. Y lo que estamos haciendo ahora, en las profundidades del abismo de nuestro pecho donde estamos condenados a sufrir el anhelo por Él, es pronunciar los disparates egoístas «yo» y «tú», etiquetarnos unos a otros de «reaccionarios» o de «infieles fanáticos» y crear constantemente escenarios donde desbancarnos mutuamente. Es como si hubiéramos recibido una maldición, como si hubiésemos sido privados de la posibilidad de amar y ser amados; y lo paradójico es que estamos deseando ardientemente la misericordia, la compasión y la felicidad. Como no Le amábamos, nos privó del amor. No importa cuánto tiempo esperemos; la única manera de que nos haga amarnos los unos a los otros es si nos volvemos a Él y Le amamos. Y sin embargo, estamos lejos de la fuente del amor. Los caminos que seguimos no nos llevan en absoluto hacia Él. Al contrario, nos están alejando de Él. Nuestros espíritus, que solían recibir ríos de amor, ahora no reciben nada. Nuestros corazones son como áridos desiertos; en nuestro mundo interior hay cuevas que parecen guaridas de bestias salvajes. El único remedio ante todas estas cosas negativas es amar a Dios.
El amor a Dios es la esencia de todo y es la fuente más pura y más limpia de todo el amor. La compasión y el amor afluyen a nuestros corazones procedentes de Él. Las relaciones humanas de todo tipo se desarrollarán según sea nuestra relación con Él. El amor a Dios es nuestra fe, nuestra creencia y nuestros espíritus en el cuerpo físico. Él nos ha hecho vivir. Si hoy estamos vivos es sólo gracias a Él. La esencia de toda la existencia es Su amor, y el final es una prolongación de ese amor divino en forma de Paraíso. Todo lo que Él ha creado depende del amor y Él ha vinculado Su relación con el género humano con el placer sagrado de ser amado.
La esfera donde se manifiesta el amor es el alma. Y no importa hacia dónde la orientemos, siempre se volverá hacia Dios. Los sufrimientos que causan la desorientación y el perderse en la multiplicidad, en vez de en la Unidad de Dios, son sólo nuestros.[1] Si relacionamos con Dios nuestro amor a la existencia y, en consecuencia, podemos concebir el amor según su significado real, podremos entonces mantenernos a distancia de las cosas que dispersan el amor y así evitaremos pensar que Dios tiene asociados. Y así podremos ser como aquellos que recorren el camino verdadero, con nuestro amor y nuestra interacción con todo lo que hay en la existencia.
Los idólatras han considerado que los ídolos son algo a lo que hay que adorar por la única razón de que así lo hacían sus ancestros. Dios, por otra parte, es Amado y adorado porque es Dios. Su Señorío y Su Grandeza exigen que seamos Sus siervos. Y nosotros siempre procuramos adorarlo y expresar el amor que sentimos por Él; Le agradecemos nuestros logros, manifestamos el afecto que Le tenemos, el vínculo que tenemos con Él y la conexión que tenemos con Él.
En el amor mundano, facetas como la belleza, la perfección, la forma, la armonía del aspecto, la grandeza, la reputación, el poder, la posición, la condición social, la prosperidad, la familia y el linaje, etc., han sido consideradas razones para el amor. En algunas ocasiones ha habido gente que ha caído en el error de atribuir asociados a Dios; esto se debe a su excesivo amor y apego a estos fenómenos, motivo que puede explicar por qué existe la idolatría. Este tipo de gente suele apreciar en gran medida la belleza física o del rostro, los modales, aplauden la perfección, se postran ante la magnificencia y la grandeza llegando a sacrificar su humanidad y su libertad en aras de la riqueza, el poder y la adulación, llevados por su ambición de posición y de estatus. Al actuar de esta manera, con esta distribución de su amor y de su cariño entre tantas criaturas impotentes, no solo derrochan sus emociones –que en principio deberían utilizarse en relación con el Acaudalado y Autosuficiente y el Todopoderoso− sino que también experimentan una muerte tras otra por culpa del amor no correspondido o por la indiferencia e infidelidad de sus seres queridos.
En cuanto a los creyentes, por otro lado, aman a Dios como punto de partida, y el afecto que sienten por los demás es gracias al amor que sienten por Él. Motivados por la manifestación y las bendiciones de la Verdad Absoluta y Leal, mantienen contacto con toda persona y con toda cosa declarando su amor y apreciando esas cosas en Su nombre.
Lo cierto es que, si no se toma a Dios en consideración, el amor por este o aquél objeto es algo inútil, poco prometedor, irresoluto e infructuoso. El creyente debe amarle a Él por encima de todo lo demás, y la simpatía que siente hacia los otros es porque son manifestaciones y reflejos variopintos de Sus Nombres y Atributos Divinos. De la misma manera, la gente debe celebrar estas cosas con gran admiración, y cada vez que alguien vea una cosa de este tipo debe pensar: «Esto, también, es gracias a Ti», y experimentar entonces un momento de unificación con el Amante. Sin embargo, para conseguir esto necesitamos gente pura y virtuosa que pueda leer a la gente los versículos de Dios. No hay duda de que, para los que son capaces de interpretar, cada criatura es un espejo pulido y un panegírico compuesto con versos excelentes; porque, antes que nada, es el rostro humano el que refleja el secreto de la Misericordia.
El Más Justo te hizo ser un espejo de Sí Mismo,
Un espejo de Su Individualidad Única.
Hakani[2]
Los versos citados son muy significativos; no sólo nos hacen recordar nuestra posición sino que también enfatizan la realidad. Si un ser humano es un espejo misterioso de la Belleza oculta, que es el caso que nos ocupa sin duda alguna, la persona debe entonces volverse hacia Él con los ojos del corazón, estar al acecho para así poder ser testigo de las manifestaciones y confiar en la aparición de las brisas que la llevarán a las moradas del amor más profundo. Del mismo modo, para complacerle a Él y convertirse así en uno de los que disfrutan de Su favor, la persona debe utilizar todos los medios a su alcance en el camino que conduce a la intimidad con Él. Como llave que abre la cerradura del Tesoro Escondido, su corazón tiene que estar girando todo el tiempo. Y entonces, si el amor es Salomón y el corazón es el trono de Salomón, sobra decir que, tarde o temprano, el sultán ascenderá al trono.
Cuando Salomón sube al trono o, dicho con otras palabras, cuando el amor se encuentra con el corazón, la gente piensa siempre en Él, Le hablan en el mundo interior y degustan Sus bendiciones, de forma abierta y explícita, en el agua que beben, en la comida que degustan y en el aire que respiran. Y lo que es aún más: sienten el calor de Su cercanía en todas las acciones. La relación entre las corrientes del amor y la intimidad se ahonda aún más y sus corazones empiezan a arder como si tuviesen fuego. En ocasiones son destruidos por el fuego del amor y, a pesar de todo, no se quejan ni cansan a los demás con sus suspiros. Por el contrario, consideran que esas cosas son regalos que Él les ha otorgado. Arden como un horno sin humo ni llamas. Como en el caso de la castidad, guardan su alegría y su amor para Dios y nunca revelan los secretos a la gente que carece de sensibilidad.
Este camino está abierto para todos. No obstante, es esencial que el viajero sea sincero y decidido. Si los creyentes descubren que toda la belleza, las perfecciones, la grandeza, la excelencia y la magnificencia pertenecen a Dios, se vuelven hacia Él con toda la buena disposición, el amor y el afecto que han conseguido con estos medios, y aman a Dios con el amor que corresponde a Su Ser Sublime. Este amor, incluso pasión, es por Él, y es la fuente del amor y del deseo humanos de manera unificada. Al fin y al cabo, en el corazón que está circunscrito por la uniformidad y se basa en los principios islámicos, no es posible constatar la presencia de desviaciones y, menos aún, de trastornos del amor. Los creyentes aman a Dios porque Él es Dios, y su amor por Dios no está relacionado con consideraciones terrenales o sobrenaturales. Filtran y ponen a prueba los manantiales del amor y las cascadas de su deseo por Dios con el Sagrado Corán y los principios del espíritu más excelso, o sea el Profeta Muhammad, la paz y las bendiciones sean con él. Este tipo de gente también utiliza estas cosas, como una barrera en el camino que siguen con los errores propios del ser humano. Pero incluso en aquellos momentos en los que están completamente consumidos por el fuego del amor actúan con rectitud y con justicia. La vanidad nunca interfiere con el amor que sienten por Dios. Más bien al contrario, pues al considerar que Él es el Poseedor y el Protector de todo lo que existe, que es conocido por Sus Nombres Divinos y por Sus Atributos, aman a Dios sin condiciones y con un amor limpio, sagrado y reverente.
Los creyentes aman a Dios más que a ninguna otra cosa −antes y después de todo lo que existe− y lo hacen considerándole a Él como el Auténtico Amado, el Verdaderamente Deseado y el Realmente Adorado. Desean a Dios y en todo tipo de acción proclaman que son los siervos de Dios. En nombre de esta devoción, aman en primer lugar al Profeta Muhammad, el Orgullo de la Humanidad, el sirviente leal, el intérprete verdadero de la Esencia de Dios, de Sus Nombres y de Sus Atributos, el sello final de la sucesión de los Profetas y la esencia misma de la Misión Profética, que la paz y las bendiciones sean con él. Al ser sus seguidores, aman también a todos los demás Profetas y a los santos que han sido los verdaderos representantes, los espejos más pulidos, los siervos devotos de Dios Todopoderoso, cuya tarea fue la de representar los propósitos divinos y supervisar el diseño, la construcción y el orden del mundo. A continuación aman la juventud porque es algo que Dios otorga a la humanidad como si fuera el adelanto de un crédito con el que poder comprender y evaluar mejor este mundo finito. Tras esto, lo que aman es este mundo porque es un campo donde se pueden cultivar los demás ámbitos, además de ser una manifestación de Sus Nombres Más Bellos. A continuación aman a sus padres ya que, al ser los defensores del afecto y de la misericordia, asumen la responsabilidad de cuidar a sus hijos. Y por último aman a los niños porque protegen a sus padres de forma sincera y disfrutan de una cercanía íntima a ellos. Todo lo dicho pueden considerarse muestras de un afecto cordial hacia Dios y del amar por Dios.
Los incrédulos aman a las personas como si estuviesen amando a Dios; los creyentes las aman por Dios. Estas dos formas son totalmente diferentes. Este tipo de amor relacionado con Dios, que se experimenta mediante la fe y las oraciones, es exclusivo de los creyentes más capaces. El amor corporal que está basado en la obstinación y en el «alma» que ordena el mal, es la manifestación de la indecencia y la desobediencia que están ocultas en la naturaleza del ser humano. Por el contrario, el amor a Dios y las expresiones de los amantes de Dios son como un néctar sagrado que los mismos ángeles desean beber. Si este amor crece hasta tal punto que los amantes se olvidan de todo lo demás –material o espiritual− en nombre del Amado y sin guardar nada para sí mismos, lo único que albergarán en sus corazones es la atención hacia el Amado. El corazón se fortifica con esta estima, palpita en consonancia y, mientras tanto, los ojos verbalizan este amor llenándose de lágrimas. El corazón reprende al ojo por desvelar un secreto y al pecho por tranquilizarse. Llorando y sangrando en el interior, intenta que los demás no descubran su agonía y dice:
Si declaras estar enamorado, no te angusties por la calamidad del amor,
Ni tampoco dejes que los demás (vean) cómo sufres por amor.
(Anónimo)
La realidad es que el amor es un sultán, el corazón es el trono y la voz de ese sultán son los gemidos de esperanza y anhelo que prorrumpen sobre las alfombrillas de oración en los rincones más remotos.
Uno nunca debe dejar que los demás oigan estos gemidos de los rincones más distantes, que en realidad son las plataformas de despegue para llegar a Dios y así ayudar a los ignorantes que se burlan de ello. Si este amor grandioso es por el Omnisciente, debe ser guardado en el ámbito más privado, no debe dejarse que abandone el nido.
Al hablar de su amor trivial, esos amantes convencionales van de un lado a otro proclamando su amor abiertamente, actuando como si estuviesen locos, haciendo que su amor sea ostensible para todos. Los amantes de Dios, por el contrario, son sinceros y sosegados. Recuestan sus cabezas a las puertas de Dios y expresan su asunto sólo a Él. Hay ocasiones en las que se desmayan, pero jamás revelan sus secretos. Están a Su servicio con sus manos y con sus pies, con sus ojos y sus oídos, con sus lenguas y con sus labios y deambulan por los lugares de Sus Sublimes Atributos. Inmersos en la Luz de Su Ser, se funden y desaparecen en Su amor como un ser mortal. Al percibir y sentir a Dios arden y exclaman: «¡Más!». Más Le sienten en las cimas de sus corazones y siguen gritando: «¡Más!». Y a pesar de que aman y son amados, nunca están satisfechos con el amor. «¡Más!». Repiten una y otra vez. Y al tiempo que siguen pidiendo más, el Amado Glorioso retira los velos y obsequia a su sabiduría con cosas que no habían visto antes, además de susurrar a sus espíritus muchos secretos. Y llegados a un cierto punto, lo que sienten, lo que aman y aquello en lo que piensan se convierten en Él. En todo lo que ven descubren agradables manifestaciones de Su Belleza. Y abandonando por completo sus propias fuerzas, en un momento dado conectan su voluntad con la Suya, se funden con Sus exigencias y valoran este grado tan elevado con lo mucho que aman y son amados y también con lo mucho que conocen y son conocidos. Expresan su amor con fidelidad y obediencia a Él. Cierran la puerta de sus corazones con un cerrojo tras otro, de manera segura, para que ningún extraño pueda entrar en esa morada tan pura. Atestiguan a Dios en todos sus seres, y la alabanza y el aprecio a Dios superan en mucho a su comprensión.
Por otra parte, su creencia en la respuesta de Dios a esa lealtad es inconmovible. Su lugar en la Presencia de Dios guarda una relación directa con la que Él tiene en sus corazones, motivo de que se esfuercen por ser rectos ante Él.
Cuando Le aman profundamente jamás actúan como un acreedor; más bien lo contrario: están tan avergonzados como un deudor. Tal y como lo expresaba Rabi’a al-‘Adawiya[3]: «Juro por Tu Ser Puro que no Te he adorado para solicitar Tu Paraíso. Te he amado y he vinculado mi esclavitud a mi amor». Y de esta manera caminan con un amor efusivo hacia Su Reino, sin olvidar nunca Sus bendiciones ni Su bondad. Con sus corazones se esfuerzan en cada instante por estar cerca de Él y, con su razón e intelecto, observan los fenómenos en los espejos de los Nombres Divinos. Oyen las voces del amor en todo lo que hay, les fascina el perfume de las flores y consideran que toda escena bella es un reflejo de Su Belleza. Para Él, todo lo que ellos oyen, sienten o piensan no es sino el amor; y el resultado es que contemplan la existencia como una exhibición de amor y, una vez más, la escuchan como si fuera una sinfonía de amor.
Cuando el amor ha acampado en los valles del corazón, con sus tiendas fastuosas, todos los acontecimientos opuestos parecen ser lo mismo; es el caso de la paz-intranquilidad, bendición-calamidad, picante-dulce, bienestar-malestar, dolor-placer; todos producen el mismo sonido y miran en la misma dirección. La verdad es que, para los corazones enamorados, el sufrimiento y el placer son la misma cosa. El sufrimiento es para ellos una cura, de forma que beben dolor y congoja como si bebieran de los ríos del Paraíso. No importa lo inmisericordes que sean el tiempo o los acontecimientos, ellos se mantienen firmes con un sentimiento profundo de lealtad. Con los ojos fijos en la puerta que se va a abrir, permanecen al acecho para dar la bienvenida a manifestaciones y bondades en diferentes dimensiones. Coronan Su amor con el respeto y la obediencia a Él.
Sus corazones palpitan llenos de sumisión y se estremecen con el temor a desobedecer al Amado. Y para no caer, y de forma paradójica, se refugian de nuevo en la Única Fuente de ayuda y dependencia. Esta forma de búsqueda, que pretende el acuerdo y la complacencia de Dios, hace que sean muy buscados por todo el mundo, tanto en la Tierra como en los cielos. No piensan en otra cosa que no sea Dios. Para ellos, el esperar algo a cambio es una especie de engaño, aunque consideran una falta de respeto no aceptar aquellas bendiciones que no han solicitado. Aprecian sobremanera estas bendiciones pero, con sumo cuidado, se lamentan y dicen: «Me refugio en Ti de sus tentaciones».
El anhelo apasionado es el rango más elevado del amante, y perderse en los deseos y aspiraciones del amante es una meta imposible de alcanzar. El amor está basado en principios elementales tales como el arrepentimiento, la vigilia y la paciencia; una vez implantados, la compostura, la confianza, el amor, el anhelo y otros principios son necesarios para merecer esta posición. La primera lección en el camino del amor es la purificación, despojarse de los deseos personales, remitir todos los pensamientos y toda comunicación a Él, ocuparse de las cosas que aluden a Él, esperar con expectación en caso de que Él se manifieste y permanecer con decisión en el lugar donde se está, y por una vida entera, por si se diera el caso de que un buen día Él se volviese hacia ti. En este camino el amor es estar locamente enamorado; el ardor es la pasión que mana a raudales, el entusiasmo y el deseo; cuando el ardor se convierte en la verdadera naturaleza de los seres humanos entonces es anhelo; beneplácito es aceptar con deleite todos los actos del Amante; compostura significa tener cuidado con no embriagarse con las bendiciones contenidas en el oír o sentir Su Presencia, o estar bajo Su guía directa.
Cuanto más se desarrollen en las personas algunas de las características mencionadas, más cambios podrán constatarse en su conducta. En algunas ocasiones buscan lugares tranquilos donde confiarse a Él. A veces, bajo la influencia de toda una diversidad de consideraciones, hablan con Él y manifiestan la queja que les provoca la separación. Están llenos de alegría a la espera de la unión y se relajan con lágrimas de beatitud. En otros momentos ni siquiera ven lo que ocurre a su alrededor, porque experimentan la unidad en la multiplicidad y, a veces, se pierden en el sobrecogimiento de la paz y ni siquiera pueden oír sus propias voces.
El amor crece y se desarrolla en el seno de la sabiduría. La sabiduría se alimenta con el conocimiento de lo divino. Los que no son sabios no pueden amar en absoluto. Y aquellos cuya percepción es débil tampoco pueden obtener la sabiduría. Hay ocasiones en las que Dios inculca el amor en los corazones y activa el mecanismo interior, una bendición adicional que anhela la mayoría de la gente. Con todo y con eso, confiar en algunos portentos maravillosos y esperar con impotencia es una cosa; una espera activa sumida en contradicciones infinitas es algo totalmente diferente. Los siervos leales ante la Puerta del Más Justo ponen sus expectativas en la acción, asumen una postura dinámica y, en consecuencia, generan con esa posición aparentemente calmada una cantidad de energía suficiente para el universo entero, además de materializar actividades impresionantes.
Estas personas son amantes leales que encarnan ciertas características. Reciben con placer todos los actos del Amado y manifiestan su fidelidad todo el tiempo, como si estuviesen repitiendo a Nesimi[4]:
<p alig="center">Amante desesperado, yo jamás, Oh Amado mío, Te abandonaré,
No lo haré aunque seas Tú Quien desgarres con una daga mi corazón.
A pesar de que siempre desean Su compañía con toda seriedad, jamás se lamentan. Apartan de sus mentes todas las expectativas que no son Él, y sólo piensan en Su Presencia. Sus conversaciones se convierten en las del Amado y, por esta razón, sus voces obtienen una profundidad angélica.
Para ellos el amor lo es todo. Pueden sobrevivir sin cuerpos, pero sin almas no pueden. Creen que en su corazón no hay sitio para los demás, sólo para el amor que tienen al Amado. De esta manera, y aunque sean los más pobres y los más débiles del mundo, disfrutan de un prestigio que envidian los mismos reyes. Son grandes en su pequeñez, poderosos en su impotencia, lo suficientemente ricos en su incapacidad como para gobernar el universo entero. A pesar de tener el aspecto de una endeble vela, son una fuente de energía lo suficientemente rica como para iluminar soles. E incluso si todo el mundo comenzara a correr hacia los amantes leales, es evidente hacia dónde y hacia Quien corren los amantes. Con la riqueza de sus caracteres esenciales trascienden todo el universo, pero cuando se vuelven hacia Él, se convierten en una chispa o incluso menos; se convierten en nada al olvidar todo lo que está relacionado con su propia existencia.
La vida sin Él poco les importa. Una vida sin Él no es vida en absoluto. Vivir sin amar es desperdiciar la vida, y los deleites y placeres que no tienen relación con Él no son sino un mero placebo. Siempre están hablando del amor y del anhelo, y consideran diferentes a aquellos que no están familiarizados con estas cuestiones.
[1] El autor habla de la «desorientación y el perderse en la multiplicidad» relacionándolo con la incapacidad de someterse a la Voluntad de un Único Dios. Lo que suele hacerse, por el contrario, es someterse a los numerosos dioses de este mundo como la riqueza excesiva, el abuso de poder, el entregarse a los placeres ilícitos, etc. La idolatría es una manifestación más de la adoración de múltiples dioses.
[2] Hakani Mehmed Bey (m. 1606), uno de los grandes poetas de la literatura diván cuya Hilya (un género literario que describe los aspectos físicos del Profeta) era el primer ejemplo de este género.
[3] Rabi‘a al-‘Adawiya (c. 703-805): Una santa de una piedad excepcional.
[4] Nesimi (m. 1404). Célebre poeta Sufí de Bagdad; Nesimi está considerado como uno de los maestros más destacados de la literatura diván. Compuso dos divanes (libros de poemas) en turco y en persa.
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